Crenças e Valores | Igreja Pentecostal Reformada

CREENCIAS Y VALORES

NUESTRO CREDO

Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles. Y en un solo Señor, Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos. luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia que el Padre, por quien todas las cosas fueron hechas. que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo: se encarnó por obra del Espíritu Santo de la Virgen María, y se hizo hombre. También fue crucificado por nosotros bajo Poncio Pilato, y padeció y fue sepultado, y al tercer día resucitó conforme a las Escrituras, y subió a los cielos, donde está sentado a la diestra del Padre. El vendrá de nuevo, en gloria, para juzgar a los vivos ya los muertos; y su reino no tendrá fin. Y en el Espíritu Santo, Señor y fuente de vida, que procede del Padre; y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado: habló por medio de los profetas. Y en la Iglesia de Cristo, en la remisión de los pecados, en la resurrección de los muertos, y en la vida eterna. Amén".

Nuestra misión

Glorificar a Dios en nuestra expresión comunitaria y en la vida individual de cada uno de nuestros discípulos, llevando el amor de Cristo y la esperanza del evangelio a todas las naciones.

Nuestra visión

Construir una comunidad cristiana bíblica, arraigada en la sencillez del evangelio, que privilegie el amor de Cristo, las relaciones humanas, el servicio cristiano, la solidaridad y la libertad de conciencia.

NUESTROS VALORES

unidad espiritual

responsabilidad

tipo

santidad en vivir

vida llena de espiritu

la busqueda de la gloria de dios

VIRTUDES RECOMENDADAS

A los miembros de IPR se les dice que hagan todo para la gloria de Dios (1 Cor 10:31). Cada aspecto de la vida debe aspirar a que Dios sea glorificado en Él. Sin embargo, la Biblia destaca las disciplinas útiles para el crecimiento espiritual y los sacrificios que agradan al Señor, Hebreos 13:15;
El miembro de IPR debe ofrecer adoración racional a Dios, quien es el sacrificio vivo del cuerpo. La mortificación del pecado y de los placeres nos eleva como seres humanos y debe ser nuestro fin supremo, por Cristo, por su poder y por su Espíritu que obra en nosotros, Rom 12,1,2;
El miembro de IPR debe estar ocupado haciendo el bien a todos, especialmente a los domésticos de la fe, Gálatas 6:10; Hebreos 13:16;
El miembro del IPR, a respetar y obedecer el liderazgo cristiano que tiene, no como hombres inerrantes o por encima de ellos, sino como aquellos a quienes han de dar cuenta de sus vidas, Heb 13:7,17;
El miembro de IPR debe dedicarse a la comunicación del evangelio a todos los que no han sido alcanzados por la gracia de Dios. La realidad de la elección no debe ser un desincentivo para el evangelismo, sino una garantía de que al predicar el evangelio, Dios cumplirá lo que ha prometido, llamando efectivamente a hombres y mujeres para servirle, Mateo 28:19; Mc 16:15,16;

El miembro del IPR debe dedicarse a la oración, la intercesión, la acción de gracias, la vida secreta con Cristo, Mt 6, 5-15;
El miembro del IPR debe leer, aprender de memoria, meditar y estudiar la Santa Biblia, entendiendo que Dios planeó su crecimiento espiritual y que éste no sucede al margen del conocimiento espiritual, Jn 8,32; 17.17; Sal 119,105, Josué 1:8.
El miembro del IPR debe contribuir en lo que pueda, haciendo posible el avance del Reino de Dios y la predicación del evangelio, Fil 4:18.
El miembro de IPR debe cultivar una vida discreta, sencilla, moderada y sin excesos, para que no sea motivo de escándalo para los incrédulos, Proverbios 16:32; 2 Timoteo 4:5; 1 Juan 2:16;
El miembro del IPR debe dedicarse a la familia, orando en el hogar, compartiendo la Escritura y edificando la casa sobre la roca, 1 Tim 5:8;
El miembro del IPR debe cuidar su salud física y emocional, velando por el templo del Espíritu que es su cuerpo, para que pueda ser usado por Dios y para su gloria, 1 Tes 5.23; 1 Co 6, 19-20; Col 3.1-3.
El miembro de IPR debe evitar el materialismo, el consumismo, la vanagloria y todos los demás sistemas de valores y comportamientos que le impiden vivir la luz del amor cristiano, 1 Tim 6:7-8; Mt 6, 19-20; Ecl 5.10;
En resumen, el miembro del IPR debe vivir el amor enseñado y recomendado por el Señor Jesús, 1 Cor 16,14; Hebreos 13:1; 1 Juan 4.8

PRÁCTICAS REPROBABLES

Se instruye a los miembros de IPR que se abstengan de las siguientes prácticas, según lo guíe la Palabra de Dios:

• Alimentos sacrificados a los ídolos, de la sangre y carne de animales estrangulados, Hechos 15:29

• De inmoralidad sexual, tales como: adulterio, fornicación, pedofilia, homosexualidad, pornografía y similares, Hechos 15:29

• Participación en cualquier forma de adoración que no sea Dios, como se instruye en las Escrituras, Ex 20:3-5

• Participar en juegos de azar, en una búsqueda desenfrenada de enriquecimiento irresponsable, 1 Tim 6:9-10

• Cultivo de vicios que dañan la salud e impiden una vida sobria y justa, Rom 13.13,14

• La práctica deliberada y sin arrepentimiento de las obras de la carne, Gal 5:19-21

• Conducta injusta e irresponsable hacia el prójimo, Am 5:24; monte 5,6

• Aborto, como atentado contra la vida, Ex 20.13; Jr 1.5

• Compromiso con militancias o ideologías cuyos objetivos son contrarios a la construcción de una civilización cristiana, Am 3.3; 2 Juan 1:10;

• Incumplimiento financiero de cualquier tipo, Sal 37:21; Roma 13.8

• Participación en prácticas paganas y ocultas tales como adivinación, hechicería, nigromancia y otras, Deuteronomio 18:9-14;

a confissão de fé
pentecostal reformada

Nós entendemos que, dentre os movimentos de Deus na história da igreja, o denominacionalismo é um dos mais marcantes. A possibilidade de cristãos se reunirem em igrejas locais que comungassem de pontos secundários de doutrina e prática cristã permitiu que o cristianismo se espalhasse rapidamente pelo mundo, atingindo pessoas que talvez nunca conheceriam o evangelho de Cristo de outra forma.

Contudo, esse movimento apresenta um risco ao cristianismo como o conhecemos. Uma igreja cristã independente não deve em hipótese alguma considerar-se desconectada das Escrituras e da própria história do cristianismo. A nossa fé não é um movimento recente, ela foi construída em milênios de história, envolvendo a revelação de Deus ao povo judeu, expressa no Antigo Testamento e a proclamação do evangelho da graça pelo Verbo de Deus, expressa no Novo Testamento.

Desde então, a Igreja se organiza e se move no sentido de promover a Grande Comissão e de preservar a fé que uma vez foi dada aos santos. Esse trabalho de manter a doutrina que recebemos de Cristo e dos seus apóstolos deu origem aos credos cristãos, as declarações oficiais do cristianismo que expressam o que é a verdade que cremos e proclamamos. Falha miseravelmente a igreja que produz teologia da própria cabeça.
É falta de humildade negligenciarmos os sinceros esforços daqueles que, antes de nós, serviram fielmente a Cristo e a Sua Palavra.

A Igreja Pentecostal Reformada entende, desde sua concepção, de que não somos uma nova revelação, mas simplesmente uma comunidade que deseja seguir a herança do que recebemos do cristianismo histórico. Fazemos parte daquilo que Deus já vem fazendo no mundo desde o advento, ressurreição e ascensão de Cristo. Por isso, nosso Credo oficial é o credo Niceno, utilizado vastamente por toda a cristandade, tanto por católicos quanto por protestantes.

A apresentação de nossa confissão de fé é um passo a mais que procuramos dar no alinhamento de nossa igreja local com o cristianismo histórico. A base de nosso documento é a Confissão Belga, que já foi adotada por outras igrejas reformadas continuístas brasileiras, como a Igreja Esperança. Desse documento, fizemos apenas duas alterações: adicionamos um único artigo que reforça a nossa posição pentecostal reformada com respeito à continuidade dos dons espirituais na experiência comunitária da igreja e extraímos no artigo do batismo a posição pedobatista, da qual não comungamos.

Esse documento apresentado nessa revista substituirá, com o tempo, a nossa revista de discipulado, oferecendo aos nossos novos convertidos e recém-chegados uma exposição mais concreta daquilo que entendemos ser a fé cristã. Esperamos que esse aprendizado seja fundamental para o nosso crescimento em Cristo Jesus, Nosso Senhor.

Presbitério da
Igreja Pentecostal Reformada

ARTIGO 1 - O ÚNICO DEUS

Todos nós cremos com o coração e confessamos com a boca que há um só Deus, um único e simples ser espiritual. Ele é eterno, incompreensível, invisível, imutável, infinito, todo-poderoso; totalmente sábio, justo e bom, e uma fonte muito abundante de todo bem.

ARTIGO 2 - COMO CONHECEMOS A DEUS

Nós o conhecemos por dois meios.

Primeiro: pela criação, manutenção e governo do mundo inteiro, visto que o mundo, perante nossos olhos, é como um livro formoso, em que todas as criaturas, grandes e pequenas, servem de letras que nos fazem contemplar “os atributos invisíveis de Deus”, ou seja, “o seu eterno poder e a sua divindade”, como diz o apóstolo Paulo. Todos esses atributos são suficientes para convencer os homens e torná-los indesculpáveis.

Segundo: Deus se fez conhecer, ainda mais clara e plenamente, por sua sagrada e divina Palavra, ou seja, tanto quanto nos é necessário nesta vida, para sua glória e para a salvação dos que lhe pertencem.

ARTIGO 3 - A PALAVRA ESCRITA DE DEUS

Confessamos que a palavra de Deus não foi enviada nem produzida “por vontade humana, mas os homens falaram da parte de Deus, movidos pelo Espírito Santo”, como diz o apóstolo Pedro. Depois, Deus, por seu cuidado especial para conosco e para com a nossa salvação, mandou seus servos, os profetas e os apóstolos, escreverem sua palavra revelada. Ele mesmo escreveu com o próprio dedo as duas tábuas da lei. Por isso, chamamos estas escritas de sagradas e divinas Escrituras.

ARTIGO 4 - OS LIVROS CANÔNICOS

A Sagrada Escritura é composta por dois volumes: O Antigo e o Novo Testamento, que são canônicos e não podem ser contestados de forma alguma. A Igreja de Deus reconhece a lista seguinte:

Os livros do Antigo Testamento: Gênesis, Êxodo, Levítico, Números, Deuteronômio (os cinco livros de Moisés); Josué, Juízes, Rute, 1 e 2 Samuel, 1 e 2 Reis, 1 e 2 Crônicas, Esdras, Neemias, Ester, Jó, Salmos, Provérbios, Eclesiastes, Cantares; Isaías, Jeremias (com Lamentações), Ezequiel, Daniel (os quatro Profetas Maiores); Oseias, Joel, Amós, Obadias, Jonas, Miqueias, Naum, Habacuque, Sofonias, Ageu, Zacarias e Malaquias (os doze Profetas Menores).

Os livros do Novo Testamento: Mateus, Marcos, Lucas, João (os quatro evangelistas); Atos dos Apóstolos; Romanos, 1 e 2 Coríntios, Gálatas, Efésios, Filipenses, Colossenses, 1 e 2 Tessalonicenses, 1 e 2 Timóteo, Tito, Filemom (as treze epístolas do apóstolo Paulo); Hebreus, Tiago, 1 e 2 Pedro, 1, 2 e 3 João, Judas e Apocalipse.

ARTIGO 5 - A DIGNIDADE E A AUTORIDADE DA PALAVRA DE DEUS

Recebemos todos esses livros, e somente esses, como sagrados e canônicos, para regular, fundamentar e confirmar nossa fé. Acreditamos, sem dúvida alguma, em tudo que eles contêm, não tanto porque a igreja aceita e reconhece esses livros como canônicos, mas principalmente porque o Espírito Santo testifica em nossos corações que eles vêm de Deus, como eles mesmos provam. Pois até os cegos podem sentir que as coisas, preditas neles, se cumprem.

ARTIGO 6 - A DIFERENÇA ENTRE LIVROS CANÔNICOS E APÓCRIFOS

Distinguimos esses livros sagrados dos livros apócrifos, que são os seguintes: 3 e 4 Esdras, Tobias, Judite, Sabedoria, Eclesiástico, Baruque, os acréscimos ao livro de Ester e Daniel, a Oração de Manassés e 1 e 2 Macabeus. A igreja pode, sim, ler esses livros e tirar deles ensino, na medida em que concordem com os livros canônicos. Porém, os apócrifos não têm tanto poder e autoridade que o testemunho deles possa confirmar qualquer artigo da fé ou da religião cristã; e muito menos podem diminuir a autoridade dos sagrados livros.

ARTIGO 7 - A SAGRADA ESCRITURA, PERFEITA E COMPLETA

Cremos que esta Sagrada Escritura contém perfeitamente a vontade de Deus e suficientemente ensina tudo o que o homem deve crer para ser salvo. Nela, Deus descreveu, por extenso, toda a maneira de servi-lo.

Por isso, não é lícito aos homens, mesmo que fossem apóstolos “ou um anjo vindo do céu”, conforme diz o apóstolo Paulo, ensinarem outra doutrina senão aquela da Sagrada Escritura. É proibido “acrescentar algo a Palavra de Deus ou tirar algo dela”.

Assim, mostra-se claramente que sua doutrina é perfeitíssima e, em todos os sentidos, completa. Não é possível igualar escritos de homens, por mais santos que sejam os autores, às Escrituras divinas. Nem é possível igualar à verdade de Deus costumes, opiniões da maioria, instituições antigas, sucessão de tempos ou de pessoas, ou concílios, decretos ou resoluções.

Pois a verdade está acima de tudo e todos os homens são mentirosos e “mais leves que a vaidade”. Por isso, rejeitamos, de todo o coração, tudo que não está de acordo com essa regra infalível, conforme os apóstolos nos ensinaram: “Provai os espíritos se procedem de Deus” e: “Se alguém vem ter convosco e não traz esta doutrina, não o recebais em casa”.

ARTIGO 8 - DEUS É DE UMA ESSÊNCIAS, MAS É DISTINGUIDO EM TRÊS PESSOAS

Conforme esta verdade e esta palavra de Deus, cremos em um só Deus, que é um único ser, em que há três Pessoas: o Pai, o Filho e o Espírito Santo. Essas são, realmente e desde a eternidade, distintas conforme os atributos próprios de cada Pessoa.

O Pai é a causa, a origem e o princípio de todas as coisas visíveis e invisíveis.

O Filho é o Verbo, a sabedoria e a imagem do Pai.

O Espírito Santo, que procede do Pai e do Filho, é a eterna força e o poder.

Essa distinção não significa que Deus está dividido em três. Pois a Sagrada Escritura nos ensina que cada um desses três, o Pai e o Filho e o Espírito Santo, tem sua própria existência, distinta por seus atributos, de tal maneira, porém, que essas três pessoas são um só Deus.

É claro, então, que o Pai não é o Filho e que o Filho não é o Pai; que também o Espírito Santo não é o Pai ou o Filho. Entretanto, essas Pessoas, assim distintas, não são divididas nem confundidas entre si. Porque somente o Filho se tornou homem, não o Pai ou o Espírito Santo. O Pai jamais existiu sem seu Filho e sem seu Espírito Santo, pois todos os três têm igual eternidade, no mesmo ser.

Não há primeiro nem último, pois todos os três são um só em verdade, em poder, em bondade e em misericórdia.

ARTIGO 9 - O TESTEMUNHO DA ESCRITURA SOBRE A TRINDADE

Tudo isso sabemos tanto pelo testemunho da Sagrada Escritura como pelas obras das três Pessoas, principalmente por aquelas que percebemos em nós. Os testemunhos das Sagradas Escrituras, que nos ensinam a crer nessa Trindade, encontram-se em muitos lugares do Antigo Testamento. Não é preciso alistá-los, somente escolhê-los cuidadosamente.

Em Gênesis 1.26 e 27, Deus diz: “Façamos o homem à nossa imagem, conforme a nossa semelhança” etc. “Criou Deus, pois, o homem à sua imagem; homem e mulher os criou”. Assim também em Gênesis 3.22: “Eis que o homem se tornou como um de nós”. Com isso, mostra-se que há mais de uma pessoa em Deus, porque ele diz: “Façamos o homem à nossa imagem”; e, em seguida, ele indica que há um só Deus quando diz: “Deus criou”. É verdade que ele não diz quantas pessoas há, mas o que é um tanto obscuro, para nós, no Antigo Testamento é bem claro no Novo.

Pois, quando nosso Senhor foi batizado no rio Jordão, ouviu-se a voz do Pai, que falou: “Este é o meu filho amado”; enquanto o Filho foi visto na água, o Espírito Santo se manifestou em forma de pomba.

Além disso, Cristo instituiu, para o batismo de todos os fiéis, esta forma: Batizai todas as nações “em nome do Pai e do Filho e do Espírito Santo”. No evangelho segundo Lucas, o anjo Gabriel diz a Maria, mãe do Senhor: “Descerá sobre ti o Espírito Santo e o poder do Altíssimo te envolverá com a sua sombra; por isso também o ente santo que há de nascer será chamado Filho de Deus”.

Do mesmo modo: “A graça do Senhor Jesus Cristo, e o amor de Deus, e a comunhão do Espírito Santo sejam com todos vós”. Em todos esses lugares, nos é ensinado que há três Pessoas em um só ser divino. E, embora essa doutrina ultrapasse o entendimento humano, cremos nela, baseados na Palavra, e esperamos gozar de seu pleno conhecimento
e fruto no céu.

Devemos considerar, também, a obra própria que cada uma dessas três Pessoas efetua em nós: o Pai é chamado nosso Criador, por seu poder; o Filho é nosso Salvador e Redentor, por seu sangue; o Espírito Santo é nosso Santificador, porque habita em nosso coração.

A verdadeira igreja sempre tem mantido essa doutrina da Trindade, desde os dias dos apóstolos até hoje, contra os judeus, os muçulmanos e falsos cristãos e hereges como Marcião, Mani, Práxeas, Sabélio, Paulo de Samósata, Ário e outros. A igreja antiga os condenou, com toda a razão. Por isso, nessa matéria, aceitamos, de boa vontade, os três Credos ecumênicos, a saber: o Apostólico, o Niceno e o Atanasiano; e também o que a igreja antiga determinou em conformidade com esses credos.

ARTIGO 10 - JESUS CRISTO É DEUS

Cremos que Jesus Cristo, segundo sua natureza divina, é o único Filho de Deus, gerado desde a eternidade. Ele não foi feito, nem criado — pois, assim, ele seria uma criatura —, mas é de igual substância do Pai, coeterno, “o resplendor da glória e a expressão exata do seu Ser”, igual a ele em tudo.

Ele é o Filho de Deus, não somente desde que assumiu nossa natureza, mas desde a eternidade, como os seguintes testemunhos nos ensinam, ao serem comparados entre si: Moisés diz que Deus criou o mundo, e o apóstolo João diz que todas as coisas foram feitas por intermédio do Verbo que ele chama Deus. O apóstolo diz que Deus fez o universo por seu Filho e, também, que Deus criou todas as coisas por meio de Jesus Cristo.

Segue-se necessariamente que aquele que é chamado Deus, o Verbo, o Filho e Jesus Cristo, já existia quando todas as coisas foram criadas por ele. O profeta Miqueias, portanto, diz: “Suas origens são desde os tempos antigos, desde os dias da eternidade”; e a carta aos Hebreus testemunha: “ele não teve princípio de dias, nem fim de existência”. Assim, ele é o verdadeiro, eterno Deus, o Todo-Poderoso, a quem invocamos, adoramos e servimos.

ARTIGO 11 - O ESPÍRITO SANTO É DEUS

Cremos e confessamos, também, que o Espírito Santo procede do Pai e do Filho, desde a eternidade. Ele não foi feito, nem criado, nem gerado; mas procede de ambos. Na ordem, ele é a terceira pessoa da Trindade, de igual substância, majestade e glória do Pai e do Filho, verdadeiro e eterno Deus, como nos ensinam as Sagradas Escrituras.

ARTIGO 12 - A VIDA CHEIA DO ESPÍRITO

Cremos e confessamos que o Espírito capacita a Igreja para ser uma testemunha eficaz do evangelho de Jesus Cristo. Que a sua obra na vida humana envolve tanto a nossa santificação pessoal, no desenvolvimento do fruto do Espírito, quanto na concessão de dons carismáticos que habilitam a Igreja a glorificar a Deus e edificar o Corpo de Cristo.

Por isso, cremos que cada cristão individualmente deve orar e pedir ao Senhor para experimentar o enchimento do Espírito como uma parte natural de seu crescimento em Cristo. E, uma vez que tenha experimentado essa obra, deve buscar novos e recorrentes enchimentos para glorificar a Deus cada vez mais.

Cremos também que a concessão de dons espirituais é uma obra soberana de Deus, que dá a manifestação do Espírito a quem Ele quer, para com isso cumprir um fim proveitoso. Não acreditamos que os dons espirituais tenham cessado com o fim da era apostólica. Cremos, contudo, que não existe mais revelação canônica: Deus nos falou pelo Filho e os apóstolos deixaram registrado no Novo Testamento a doutrina que receberam do Senhor. Qualquer manifestação espiritual, portanto, deve se submeter ao crivo das Escrituras.

ARTIGO 13 - A CRIAÇÃO DO MUNDO E DOS ANJOS

Cremos que o Pai, por seu Verbo - quer dizer: por seu Filho -, criou, do nada, o céu, a terra e todas as criaturas, quando bem Lhe aprouve. A cada criatura Ele deu sua própria natureza e forma e sua própria função para servir ao seu Criador. Também, Ele ainda hoje sustenta todas essas criaturas e as governa segundo sua eterna providencia e por seu infinito poder, para elas servirem ao homem, a fim de que o homem sirva a seu Deus.

Ele também criou bons os anjos para serem seus mensageiros e servirem aos eleitos. Alguns deles caíram na eterna perdição, da posição excelente em que Deus os tinha criado, mas os outros, pela graça de Deus, perseveraram e continuaram em sua primeira posição.

Os demonios e os espíritos malignos são tão corrompidos que são inimigos de Deus e de todo o bem. Como assassinos, com toda a sua força, estão a espreita da igreja e de cada um de seus membros, para demolir e destruir tudo com sua astúcia. Por isso, por causa de sua própria malícia, estão condenados a maldição eterna e aguardam, a cada dia, seus tormentos terríveis.

Neste ponto, rejeitamos e detestamos o erro dos saduceus que negam a existência de espíritos e de anjos; também o erro dos maniqueus que dizem que os demónios têm sua origem em si mesmos e são maus por natureza; eles negam que os demónios se corromperam.

ARTIGO 14 - A PROVIDÊNCIA DIVINA

Cremos que o bom Deus, depois de ter criado todas as coisas, não as abandonou, nem as entregou ao acaso ou à própria sorte, mas que as dirige e governa conforme sua santa vontade, de tal maneira que neste mundo nada acontece sem a sua determinação.

Contudo, Deus não é o autor, nem tem culpa do pecado que se comete. Pois seu poder e sua bondade são tão grandes e incompreensíveis que ele ordena e faz sua obra muito bem e com justiça, mesmo que os demônios e os ímpios ajam injustamente. E as obras dele que ultrapassam o entendimento humano, não queremos investigá-las curiosamente, além da nossa capacidade de entender.

Mas adoramos humilde e piedosamente a Deus em seus justos julgamentos, que nos estão escondidos. Contentamo-nos em ser discípulos de Cristo, a fim de que aprendamos somente o que ele nos ensina em sua Palavra, sem ultrapassar esses limites.

Esse ensino nos traz um inexprimível consolo quando aprendemos dele que nada nos acontece por acaso, mas pela determinação de nosso bondoso Pai celestial. Ele nos protege com um cuidado paternal, dominando todas as criaturas de tal modo que nenhum fio de cabelo — pois esses estão todos contados — e nenhum pardal cairão em terra sem o consentimento de nosso Pai.

Confiamos nisso, pois sabemos que ele reprime os demônios e todos os nossos inimigos, e que eles, sem a sua permissão, não nos podem prejudicar.

Por isso, rejeitamos o detestável erro dos epicureus, que dizem que Deus não se importa com nada e entrega tudo ao acaso.

ARTIGO 15 - A CRIAÇÃO E A QUEDA DO HOMEM

Cremos que Deus criou o homem do pó da terra, e o fez e formou conforme sua imagem e semelhança: bom, justo e santo, capaz de concordar, em tudo, com a vontade de Deus.

Mas, quando o homem estava naquela posição excelente, ele não a valorizou e não a reconheceu. Dando ouvidos às palavras do diabo, submeteu-se por livre vontade ao pecado e, assim, à morte e à maldição. Pois transgrediu o mandamento da vida, que havia recebido e, pelo pecado, separou-se de Deus, que era sua verdadeira vida.

Assim, ele corrompeu toda a sua natureza e mereceu a morte corporal e espiritual. Ao se tornar ímpio, perverso e corrupto em todas as suas práticas, ele perdeu todos os dons excelentes, que havia recebido de Deus. Nada lhe sobrou desses dons, senão pequenos traços, que são suficientes para deixar o homem sem desculpa. Pois toda a luz em nós se tornou em trevas, como nos ensina a Escritura: “A luz resplandece nas trevas, e as trevas não prevaleceram contra ela”. Aqui o apóstolo João chama os homens “trevas”.

Por isso, rejeitamos todo o ensino contrário, sobre o livre-arbítrio do homem, porque o homem somente é escravo do pecado e “não pode receber coisa alguma se do céu não lhe for dada”. Pois quem se gloriará de fazer alguma coisa boa pela própria força, se Cristo diz: “Ninguém pode vir a mim se o Pai que me enviou não o trouxer”?

Quem falará sobre sua própria vontade sabendo ter “o pendor da carne e inimizade contra Deus”? Quem ousará vangloriar-se de seu próprio conhecimento, reconhecendo que “o homem natural não aceita as coisas do Espírito de Deus”?

Em resumo: quem apresentará um pensamento sequer, admitindo que não somos “capazes de pensar alguma coisa como se partisse de nós”, mas que “a nossa suficiência vem de Deus”? Por isso, devemos insistir nesta palavra do apóstolo: “Deus é quem efetua em vós tanto o querer como o realizar, segundo a sua vontade”. Pois, somente o entendimento ou a vontade que Cristo opera no homem estão em conformidade com o entendimento e a vontade de Deus, como ele ensina: “Sem mim, nada podeis fazer”.

ARTIGO 16 - O PECADO ORIGINAL

Cremos que, pela desobediência de Adão, o pecado original se estendeu por todo o gênero humano. Esse pecado é uma depravação de toda a natureza humana e um mal hereditário, com que até as crianças no ventre de suas mães estão contaminadas.

É a raiz que produz no homem todo tipo de pecado. Por isso é tão repugnante e abominável diante de Deus que é suficiente para condenar o gênero humano. Nem pelo batismo o pecado original é totalmente anulado ou destruído, porque o pecado sempre jorra dessa depravação como água corrente de uma fonte contaminada.

O pecado original, porém, não é atribuído aos filhos de Deus para condená-los, mas é perdoado pela graça e a misericórdia de Deus. Isso não quer dizer que eles possam continuar descuidadamente numa vida pecaminosa.

Pelo contrário, os fiéis, conscientes dessa depravação, devem aspirar a se livrar do corpo dominado pela morte. Nesse ponto, rejeitamos o erro do pelagianismo, que diz que o pecado é somente uma questão de imitação.

ARTIGO 17 - A ELEIÇÃO ETERNA

Cremos que Deus, quando o pecado do primeiro homem lançou Adão e toda a sua descendência na perdição, mostrou-se como Ele é, a saber: misericordioso e justo. Misericordioso, porque ele livra e salva da perdição aqueles a quem ele, em seu eterno e imutável conselho, somente pela bondade, elegeu em Jesus Cristo nosso Senhor, sem levar em consideração obra alguma deles. Justo, porque ele deixa os demais em queda e perdição, situação na qual eles mesmos se lançaram.

ARTIGO 18 - A RECUPERAÇÃO DO HOMEM CAÍDO

Cremos que nosso bom Deus, ao ver que o homem se havia lançado assim na morte corporal e espiritual e se havia feito totalmente miserável, foi pessoalmente em busca do homem, quando este, tremendo, fugia de sua presença. Assim Deus mostrou sua maravilhosa sabedoria e bondade. Ele confortou o homem com a promessa de lhe dar seu Filho, que nasceria de uma mulher, com o propósito de esmagar a cabeça da serpente e de tornar feliz o homem.

ARTIGO 19 - A ENCARNAÇÃO DO FILHO DE DEUS

Confessamos, então, que Deus cumpriu a promessa, feita aos pais antigos pela boca de seus santos profetas, quando enviou ao mundo seu próprio, único e eterno Filho, no tempo determinado por Ele.

Este assumiu a forma de servo e tornou-se semelhante aos homens, assumindo realmente a verdadeira natureza humana, com todas as suas fraquezas, mas sem o pecado.

Foi concebido no ventre da bem-aventurada virgem Maria, pelo poder do Espírito Santo, sem a intervenção do homem. E não somente tomou a natureza humana quanto ao corpo, como também a verdadeira alma humana, para que fosse um verdadeiro homem.

Pois, estando perdidos tanto a alma como o corpo, ele devia tomar ambos para salvá-los. Por isso, confessamos (contra a heresia dos anabatistas, que negam que Cristo tomou a natureza de sua mãe) que Cristo participou do sangue e da carne dos filhos de Deus; que ele, “segundo a carne, veio da descendência de Davi”; fruto do ventre de Maria; nascido de uma mulher; rebento de Davi; renovo da raiz de Jessé; brotado de Judá; descendente dos judeus, segundo a carne; da descendência de Abraão, tornando-se semelhante aos irmãos em tudo, mas sem pecado.

Assim, ele é, na verdade, nosso Emanuel, ou seja, Deus conosco.

ARTIGO 20 - AS DUAS NATUREZAS DE CRISTO

Cremos que, por essa concepção, a pessoa do Filho está unida e conjugada, inseparavelmente, com a natureza humana. Não há, então, dois filhos de Deus, nem duas pessoas, mas duas naturezas, unidas numa só pessoa, mantendo cada uma suas características distintas.

A natureza divina permaneceu não criada, sem início, nem fim de vida, preenchendo céu e terra. Do mesmo modo, a natureza humana não perdeu suas características, mas permaneceu criatura, tendo início, sendo uma natureza finita e mantendo tudo o que é próprio de um verdadeiro corpo.

E ainda que, por meio de sua ressurreição, Cristo tenha concedido imortalidade à sua natureza humana, não transformou sua realidade, pois nossa salvação e nossa ressurreição dependem também da realidade de seu corpo.

Essas duas naturezas, porém, estão unidas numa só pessoa de tal maneira que nem por sua morte foram separadas. Ao morrer, ele entregou, então, nas mãos de seu Pai um verdadeiro Espírito humano, que saiu de seu corpo, mas a natureza divina sempre continuou unida à humana, mesmo quando ele jazia no sepulcro.

A divindade não cessou de estar nele, assim como estava nele quando era criança, embora, por algum tempo, não se tivesse manifestado. Por isso, confessamos que Cristo é verdadeiro Deus e verdadeiro homem: verdadeiro Deus, a fim de vencer a morte por seu poder; verdadeiro homem, a fim de morrer por nós na fraqueza de sua carne.

ARTIGO 21 - A JUSTIÇA E A MISERICÓRDIA DE JESUS CRISTO

Cremos que Deus, perfeitamente misericordioso e justo, enviou seu Filho para assumir a natureza humana em que foi cometida a desobediência. Nessa natureza, ele satisfez a Deus, carregando o castigo pelos pecados, através de seu mui amargo sofrimento e morte.

Assim, Deus provou sua justiça sobre seu Filho quando carregou sobre ele nossos pecados e derramou sua bondade e misericórdia sobre nós, culpados e dignos da condenação. Por amor perfeitíssimo, ele entregou seu Filho à morte, por nós, e o ressuscitou para nossa justificação, a fim de que, por ele, tivéssemos a imortalidade e a vida eterna.

ARTIGO 22 - A SATISFAÇÃO POR JESUS CRISTO

Cremos que Jesus Cristo é um eterno Sumo Sacerdote, segundo a ordem de Melquisedeque, o que Deus confirmou por juramento. Perante seu Pai e para lhe apaziguar a ira, ele se apresentou em nosso nome, por satisfação própria, sacrificando-se a si mesmo e derramando seu precioso sangue, para a purificação dos nossos pecados, conforme os profetas predisseram.

Pois está escrito que “o castigo que nos traz a paz estava sobre” o Filho de Deus e que “pelas suas pisaduras fomos sarados”; “como cordeiro foi levado ao matadouro”; “foi contado com os transgressores”; e, como criminoso, foi condenado por Pôncio Pilatos, embora este o tivesse declarado inocente. Assim, então, restituiu o que não havia furtado e sofreu, “o justo pelos injustos”, tanto em seu corpo como em sua alma, de modo que sentiu o terrível castigo que nossos pecados mereceram.

Assim, “seu suor se tornou como gotas de sangue caindo sobre a terra”. Ele “clamou em alta voz: Deus meu, Deus meu, por que me desamparaste?” e padeceu tudo para a remissão de nossos pecados.

Por isso, dizemos, com razão, junto com Paulo, que não sabemos outra coisa, “senão Jesus Cristo, e este crucificado”. Consideramos “tudo perda por causa da sublimidade do conhecimento de Cristo Jesus”, nosso Senhor. Encontramos toda consolação em seus ferimentos e não precisamos buscar ou inventar qualquer outro meio para nos reconciliarmos com Deus, “porque, com uma única oferta, aperfeiçoou para sempre quantos estão sendo santificados”. Por isso, o anjo de Deus o chamou Jesus, quer dizer: Salvador, porque ia salvar “seu povo dos pecados deles”.

ARTIGO 23 - A JUSTIFICAÇÃO PELA FÉ EM CRISTO

Cremos que, para que possamos obter verdadeiro conhecimento desse grande mistério, o Espírito Santo acende, em nosso coração, a fé verdadeira. Essa fé abraça Jesus Cristo com todos os seus méritos, apropria-se dele e nada mais busca fora dele. Pois, das duas, uma: ou não se acha em Jesus Cristo tudo o que é necessário para nossa salvação, ou tudo se acha nele, e, então, aquele que possui Jesus Cristo pela fé tem a salvação completa. Dizer, porém, que Cristo não é suficiente, mas que, além dele, algo mais é necessário, significaria uma blasfêmia horrível. Pois Cristo seria apenas um salvador incompleto.

Por isso, dizemos, com razão, junto com o apóstolo Paulo, que somos justificados somente pela fé, ou pela fé sem as obras. Entretanto, não entendemos isso como se a própria fé nos justificasse; ela é somente o instrumento com que abraçamos Cristo, nossa justiça. Mas Jesus Cristo, atribuindo-nos todos os seus méritos e tantas obras santas, que fez por nós e em nosso lugar, é nossa justiça. E a fé é o instrumento que nos mantém com ele na comunhão de todos os seus benefícios. Estes, uma vez dados a nós, são mais que suficientes para nos absolver dos pecados.

ARTIGO 24 - NOSSA JUSTIÇA PERANTE DEUS, EM CRISTO

Cremos que nossa verdadeira felicidade consiste no perdão dos pecados, por causa de Jesus Cristo, e que isso significa para nós a justiça perante Deus. Assim nos ensinam Davi e Paulo, declarando: “Bem-aventurado é o homem a quem Deus atribui justiça, independentemente de obras”. E o mesmo apóstolo diz que somos “justificados gratuitamente, por sua graça, mediante a redenção que há em Cristo Jesus”.

Portanto, perseveramos nesse fundamento, dando toda a glória a Deus, humilhando-nos e reconhecendo que nós, homens, somos maus. Não nos vangloriamos, de nenhuma maneira, de nós mesmos ou de nossos méritos. Somente nos apoiamos e repousamos na obediência do Cristo crucificado.

Essa obediência é nossa quando cremos dele. Ela é suficiente para cobrir todas as nossas iniquidades. Ela liberta nossa consciência de temor, perplexidade e espanto e, assim, nos dá ousadia para que nos aproximemos de Deus, sem fazermos como nosso primeiro pai, Adão, que, tremendo, quis cobrir-se com folhas de figueira.

E, certamente, se tivéssemos de comparecer perante Deus, apoiando-nos, por pouco que fosse, em nós mesmos ou em qualquer outra criatura — ai de nós —, pereceríamos. Por isso, cada um deve dizer com Davi: “Ó Senhor, não entres em juízo com o teu servo, porque à tua vista não há justo nenhum vivente”.

ARTIGO 25 - A SANTIFICAÇÃO DO HOMEM E AS BOAS OBRAS

Cremos que a verdadeira fé, tendo sido acesa no homem pelo ouvir da Palavra de Deus e pela obra do Espírito Santo, regenera o homem e o torna um homem novo. Essa fé verdadeira o faz viver na vida nova e o liberta da escravidão do pecado.

Por isso, é impossível que essa fé justificadora leve os homens a se descuidar da vida piedosa e santa. Pelo contrário, sem essa fé, jamais farão alguma coisa por amor a Deus, mas somente por amor a si mesmos e por medo de serem condenados.

É impossível, portanto, que essa fé permaneça no homem sem frutos. Pois não falamos de uma fé vã, mas daquela fé que a Escritura diz que “atua pelo amor”. Ela move o homem a se exercitar nas obras que Deus mandou em sua Palavra. Essas obras, se procedem da boa raiz da fé, são boas e agradáveis a Deus, porque todas elas são santificadas por sua graça. Entretanto, elas não são levadas em conta para nos justificar. Porque é pela fé em Cristo que somos justificados, mesmo antes de fazermos boas obras. De outro modo, essas obras não poderiam ser boas, assim como o fruto da árvore não pode ser bom, se a árvore não for boa.

Então, fazemos boas obras, mas não para merecer algo. Pois que mérito poderíamos ter? Antes, somos devedores a Deus pelas boas obras que realizamos, e não ele a nós. Pois “Deus é quem efetua em nós tanto o querer como o realizar, segundo sua boa vontade”. Então, levemos a sério o que está escrito: “Assim também vós, depois de haverdes feito quanto vos foi ordenado, dizei: Somos servos inúteis, porque fizemos apenas o que devíamos fazer”. Contudo, não queremos negar que Deus recompensa as boas obras; mas, por sua graça, ele coroa seus próprios dons.

E, em seguida, mesmo que façamos boas obras, nelas não fundamentamos nossa salvação. Porque, por sermos pecadores, não podemos fazer obra alguma que não esteja contaminada e não mereça ser castigada. E, ainda que pudéssemos produzir uma só boa obra, a lembrança de um só pecado bastaria para torná-la rejeitável perante Deus. Assim, sempre duvidaríamos, levados de um lado para o outro, sem certeza alguma, e nossa pobre consciência estaria sempre aflita, a não ser que se apoiasse no mérito do sofrimento e da morte de nosso Salvador.

ARTIGO 26 - A ABOLIÇÃO DA LEI CERIMONIAL

Cremos que as cerimônias e figuras da lei terminaram com a vinda de Cristo e que, assim, todas as sombras chegaram ao fim. Por isso, os cristãos não devem mais usá-las. Contudo, para nós, sua verdade e substância permanecem em Cristo Jesus, em quem têm seu cumprimento.

Entretanto, ainda usamos os testemunhos da Lei e dos Profetas para nos confirmar no Evangelho e para regular nossa vida em toda honestidade, para a glória de Deus, conforme sua vontade.

ARTIGO 27 - A INTERCESSÃO DE CRISTO

Cremos que nenhum acesso temos a Deus senão pelo único Mediador e Advogado Jesus Cristo, o Justo. Porque ele se tornou homem e uniu as naturezas divina e humana, para que nós, homens, tivéssemos acesso à majestade divina. De outro modo, nenhum acesso teríamos.

Mas esse Mediador que o Pai constituiu entre ele e nós não nos deve assustar por sua grandeza, a ponto de nos fazer procurar outro, conforme nossa própria vontade. Porque não há ninguém, nem no céu, nem na terra, entre as criaturas, que nos ame mais que Jesus Cristo. “Pois ele, subsistindo em forma de Deus… a si mesmo se esvaziou, assumindo a forma de servo, tornando-se em semelhança de homens” por nós, “em todas as coisas… semelhante aos irmãos”.

Agora, se tivéssemos de buscar outro mediador que nos fosse favorável, quem poderíamos encontrar que mais nos amasse senão Jesus, que entregou sua vida por nós, sendo nós ainda inimigos? E se tivéssemos de buscar alguém que tivesse poder e estima, quem os teria tanto quanto ele, que está sentado à direita de seu Pai, e que tem “toda a autoridade… no céu e na terra”? E quem será ouvido antes do que o próprio bem-amado Filho de Deus?

Foi, então, somente falta de confiança que levou os homens ao costume de desonrar os santos em vez de honrá-los. Pois fazem o que esses santos jamais fizeram ou desejaram, mas sempre rejeitaram conforme era seu dever, como mostram seus escritos. Aqui não se deve alegar que não somos dignos; pois não apresentamos as orações a Deus em razão de nossa dignidade, mas somente pela excelência e a dignidade de nosso Senhor Jesus Cristo, cuja justiça é a nossa, mediante a fé.

Por isso, o apóstolo nos diz, querendo tirar de nós esse tolo receio, ou antes, essa falta de confiança, que Jesus Cristo tornou-se “em todas as coisas… semelhante aos irmãos, para ser misericordioso e fiel sumo sacerdote nas coisas referentes a Deus, e para fazer propiciação pelos pecados do povo. Pois naquilo que ele mesmo sofreu, tendo sido tentado, é poderoso para socorrer os que são tentados”.

E para nos animar ainda mais, diz: “Tendo, pois, a Jesus, o Filho de Deus, como grande sumo sacerdote que entrou nos céus, conservemos firmes a nossa confissão. Porque não temos sumo sacerdote que não possa compadecer-se de nossas fraquezas; antes foi ele tentado em todas as coisas, à nossa semelhança, mas sem pecado. Acheguemo-nos, portanto, confiadamente, junto ao trono da graça, a fim de receber misericórdia e achar graça para socorro na ocasião oportuna”.

A Escritura diz ainda: “Tendo, pois, irmãos, intrepidez para entrar no Santo dos santos, pelo sangue de Jesus… aproximemo-nos… em plena certeza de fé” etc. E também: Cristo “tem o seu sacerdócio imutável. Por isso, também pode salvar totalmente os que por ele se chegam a Deus, vivendo sempre para interceder por eles”.

Então, do que precisamos mais, visto que o próprio Cristo declara: “Eu sou o caminho, e a verdade, e a vida; ninguém vem ao Pai senão por mim”? Por que buscaríamos outro advogado, visto que agradou a Deus nos dar seu Filho como Advogado? Não o abandonemos para buscar outro que nunca encontraremos. Pois, quando Deus o deu a nós, bem sabia que éramos pecadores.

Por isso, conforme o mandamento de Cristo, invocamos o Pai celestial mediante Cristo, nosso único Mediador, como nos foi ensinado na oração do Senhor. E temos a certeza de que o Pai nos concederá tudo o que lhe pedirmos em nome de Cristo.

ARTIGO 28 - A IGREJA CATÓLICA CRISTÃ

Cremos e confessamos uma só igreja católica ou universal. Ela é uma santa congregação e assembleia dos verdadeiros crentes em Cristo, que esperam toda a sua salvação de Jesus Cristo, lavados pelo sangue dele, santificados e selados pelo Espírito Santo.

Essa igreja existe desde o princípio do mundo e existirá até o fim. Pois Cristo é um Rei eterno, que não pode estar sem súditos. Essa santa igreja é mantida por Deus contra o furor do mundo inteiro, mesmo que, às vezes, por algum tempo, seja muito pequena e, na opinião dos homens, quase desaparecida. Assim, Deus guardou para si, na perigosa época de Acabe, sete mil homens que não haviam dobrado os joelhos a Baal.

Essa santa igreja também não está situada, fixada ou limitada em certo lugar, ou ligada a certas pessoas, mas está espalhada e dispersa pelo mundo inteiro. Contudo, está integrada e unida, de coração e vontade, no mesmo Espírito, pelo poder da fé.

ARTIGO 29 - O DEVER DE SE JUNTAR À VERDADEIRA IGREJA

Essa santa assembleia é a congregação daqueles que são salvos e, fora dela, não há salvação. Cremos, então, que ninguém, qualquer que seja a posição ou qualidade, deve viver afastado dela e contentar-se com sua própria pessoa. Mas cada um deve juntar-se e se reunir a ela, mantendo a unidade da igreja, submetendo-se à sua instrução e disciplina, curvando-se diante do jugo de Jesus Cristo e servindo, com vistas à edificação dos irmãos, conforme os dons que Deus concedeu a todos, como membros do mesmo corpo.

Para observar melhor tudo isso, o dever de todos os fiéis é, conforme a Palavra de Deus, separar-se daqueles que não pertencem à igreja, e juntar-se a essa assembleia em todo lugar onde Deus a tenha estabelecido. Esse dever deve ser cumprido, mesmo que os governos e as leis das autoridades o contrariem e mesmo que a morte ou a pena corporal sejam a consequência disso. Por isso, todos os que se separam dessa igreja ou não se juntam a ela contrariam a ordem de Deus.

ARTIGO 30 - AS MARCAS DA VERDADEIRA IGREJA

Cremos que se deve discernir diligentemente e com muito cuidado, pela Palavra de Deus, qual é a verdadeira igreja, visto que todas as seitas que atualmente existem no mundo se chamam igreja, mas sem razão. Não falamos aqui dos hipócritas que, na igreja, se acham entre os fiéis sinceros; contudo, não pertencem à igreja, embora sejam membros dela. Mas queremos dizer que é preciso distinguir o corpo e a comunhão da verdadeira igreja de todas as seitas que se dizem igreja.

As marcas para conhecer a verdadeira igreja são estas: ela mantém a pura pregação do Evangelho, a pura administração dos sacramentos como Cristo os instituiu e o exercício da disciplina eclesiástica para castigar os pecados. Em resumo: a verdadeira igreja se orienta segundo a pura Palavra de Deus, rejeitando tudo que se mostra contrário a essa Palavra e reconhecendo Jesus Cristo como o único Cabeça. Assim, com certeza, é possível conhecer a verdadeira igreja; e a ninguém convém separar-se dela.

Aqueles que pertencem à igreja podem ser conhecidos pelas marcas dos cristãos, a saber: pela fé e pelo fato de que eles, tendo aceitado Jesus Cristo como único Salvador, fogem do pecado e seguem a justiça, amando Deus e seu próximo, não se desviando para a direita nem para a esquerda, bem como crucificando a carne, com as obras dela. Isso não quer dizer, porém, que eles não têm ainda grande fraqueza, mas, pelo Espírito, a combatem, em todos os dias de sua vida, e sempre recorrem ao sangue, à morte, ao sofrimento e à obediência do Senhor Jesus. Nele, eles têm a remissão dos pecados, pela fé.

Quanto à falsa igreja, ela atribui mais poder e autoridade a si mesma e a seus regulamentos do que à Palavra de Deus e não quer submeter-se ao jugo de Cristo. A falsa igreja não administra os sacramentos como Cristo ordenou em sua Palavra, mas acrescenta ou elimina o que lhe convém. Ela se baseia mais nos homens que em Cristo. Ela persegue aqueles que vivem de maneira santa, conforme a Palavra de Deus, e que lhe repreendem os pecados, a avareza e a idolatria. É fácil conhecer essas duas igrejas e distingui-las uma da outra.

ARTIGO 31 - OS GOVERNOS E OS OFÍCIOS DA IGREJA

Cremos que essa verdadeira igreja deve ser governada conforme a ordem espiritual, que nosso Senhor nos ensinou em sua Palavra. Deve haver ministros ou pastores para pregar a Palavra de Deus e administrar os sacramentos; deve haver também presbíteros e diáconos para formar, com os pastores, o conselho da igreja.

Assim, eles devem manter a verdadeira religião e fazer com que a verdadeira doutrina seja propagada, que os transgressores sejam castigados e contidos, de forma espiritual, e que os pobres e os aflitos recebam ajuda e consolação, conforme necessitam. Dessa maneira, tudo procederá, na igreja, em boa ordem, quando forem eleitas pessoas fiéis, conforme a regra do apóstolo Paulo na carta a Timóteo.

ARTIGO 32 - OS MINISTROS, OS PRESBÍTEROS E OS DIÁCONOS

Cremos que os ministros da palavra de Deus, os presbíteros e os diáconos devem ser escolhidos para seus ofícios, mediante eleição legítima pela igreja, sob invocação do nome de Deus e em boa ordem, conforme a palavra de Deus ensina. Por isso, cada membro deve cuidar para não se apoderar do ofício por meios ilícitos, mas deve esperar a hora em que é chamado por Deus, a fim de ter, assim, a certeza de que sua vocação vem do Senhor.

Quanto aos ministros da Palavra, eles têm, onde quer que estejam, iguais poder e autoridade, porque todos são servos de Jesus Cristo, o único Bispo universal e o único Cabeça da igreja. Além disso, a santa ordem de Deus não pode ser violada ou desprezada. Dizemos, portanto, que cada um deve ter respeito especial pelos ministros da Palavra e presbíteros da igreja, em razão do trabalho que realizam. Cada um deve viver em paz com eles, tanto quanto possível, sem murmuração, contenda ou discórdia.

ARTIGO 33 - A DISCIPLINA DA IGREJA

Cremos que os que governam a igreja devem cuidar para não se desviar do que Cristo, nosso único Mestre, nos ordenou, embora seja útil e bom que, entre eles, se estabeleça e conserve determinada ordem para manter o corpo da igreja. Por isso, rejeitamos todas as invenções humanas e todas as leis que se queiram introduzir para servir a Deus, mas que venham, de qualquer maneira, a comprometer e constranger a consciência. Aceitamos, então, somente o que serve para promover e guardar a concórdia e a unidade, bem como para manter tudo na obediência a Deus. Para esse fim, a excomunhão ou disciplina da igreja é necessária, com as várias circunstâncias pertencentes a ela, de acordo com a Palavra de Deus.

ARTIGO 34 - OS DOIS SACRAMENTOS

Cremos que nosso bom Deus, atento à nossa ignorância e à nossa fraqueza, instituiu os sacramentos com o propósito de nos selar suas promessas e nos conceder penhores de sua benevolência e graça para conosco e, também, para alimentar e sustentar nossa fé.

Ele acrescentou os sacramentos à palavra do Evangelho para melhor apresentar aos nossos sentidos tanto o que ele nos declara por sua Palavra como o que ele opera em nossos corações. Assim, ele confirma a salvação de que nos fez participar. Pois os sacramentos são sinais e selos visíveis de uma realidade interna e invisível. Através deles, Deus opera em nós, pelo poder do Espírito Santo. Por isso, os sinais não são vãos nem vazios para nos enganar, porque Jesus Cristo é a verdade deles e, sem ele, nada seriam.

Além disso, contentamo-nos com o número dos sacramentos que Cristo, nosso Mestre, instituiu e que não são mais de dois: o sacramento do Batismo e o da Santa Ceia de Jesus Cristo.

ARTIGO 35 - O BATISMO EM ÁGUAS

Cremos e confessamos que Jesus Cristo, o qual é “o fim da lei”, derramando seu sangue, acabou com qualquer outro derramamento de sangue que se possa ou queira realizar para dos pecados. Tendo abolido a circuncisão, que se praticava com sangue, ele instituiu, no lugar dela, o sacramento do Batismo. Pelo batismo, somos recebidos na igreja de Deus e separados de todos os outros povos e outras religiões para pertencer totalmente a ele, tendo sua marca e seu estandarte. O batismo nos serve para testemunhar que ele será eternamente nosso Deus e misericordioso Pai.

Por isso, Cristo mandou batizar todos os seus “em nome do Pai e do Filho e do Espírito Santo”, somente com água. Dessa forma, ele nos dá a entender que, assim como a água tira a impureza do corpo, quando derramada em nós, e também assim como a água é vista no corpo de quem recebe o batismo, o sangue de Cristo, através do Espírito Santo, lava a alma, purificando-a dos pecados, e faz com que nós, filhos da ira, possamos nascer de novo para sermos filhos de Deus. Porém, não somos purificados de nossos pecados pela água do batismo, mas pela aspersão com o precioso sangue do Filho de Deus. Ele é nosso mar Vermelho, que devemos atravessar para escapar da tirania de Faraó — que é o diabo — e para entrar na Canaã espiritual.

Os ministros, por sua parte, nos administram somente o sacramento que é visível, mas nosso Senhor nos concede o que o sacramento significa, a saber: os dons invisíveis da graça. Ele lava nossa alma, purificando-a e limpando-a de todas as impurezas e iniquidades. Ele renova nosso coração, enchendo-o de toda a consolação, e nos dá a verdadeira certeza de sua bondade paternal. Ele nos reveste do novo homem, despindo-nos do velho, com todas as suas obras.

Por isso, cremos que quem quer entrar na vida eterna deve ser batizado somente uma vez.

O batismo não pode ser repetido, porque também não podemos nascer duas vezes e porque esse batismo tem utilidade não somente no momento de recebê-lo, mas também durante a vida inteira.

ARTIGO 36 - A SANTA CEIA

Cremos e confessamos que nosso Salvador Jesus Cristo ordenou e instituiu o sacramento da Santa Ceia para alimentar e sustentar aqueles que ele já fez nascer de novo e incorporou à sua família, que é a sua Igreja.

Agora, aqueles que nasceram de novo têm duas vidas diferentes. Uma é corporal e temporária: eles a trouxeram de seu primeiro nascimento e todos os homens a têm. A outra é espiritual e celestial: é-lhes dada no segundo nascimento que se realiza pela palavra do Evangelho, na comunhão com o corpo de Cristo. Essa vida, apenas os eleitos de Deus possuem.

Assim, Deus ordenou, para a manutenção da vida corporal e terrestre, pão comum, terrestre, que todos recebem como recebem a vida. Porém, a fim de manter a vida espiritual e celestial, que os crentes possuem, ele lhes enviou um “pão vivo, que desceu do céu”, ou seja, Jesus Cristo. Ele alimenta e mantém a vida espiritual dos crentes quando é comido, quer dizer: aceito e recebido pela fé no Espírito.

A fim de nos figurar esse pão espiritual e celestial, Cristo ordenou um pão terrestre e visível como sacramento de seu corpo e o vinho como sacramento de seu sangue. Com eles, assegura-nos: tão certo quanto recebemos o sacramento e o temos em nossas mãos e o comemos e bebemos com nossa boca, para manter nossa vida, tão certo recebemos em nossa alma pela fé — que é a mão e a boca da nossa alma —, o verdadeiro corpo e o verdadeiro sangue de Cristo, nosso único Salvador, para manter nossa vida espiritual.

Agora, há certeza absoluta de que Jesus Cristo não nos ordenou seus sacramentos à toa. Então, ele realiza em nós tudo o que nos apresenta por esses santos sinais, embora de um modo além de nossa compreensão, como também a ação do Espírito Santo é oculta e incompreensível.

Entretanto, não nos enganamos, dizendo que o que comemos e bebemos é o próprio corpo natural e o próprio sangue de Cristo. Porém, a forma pela qual os tomamos não é pela boca, mas espiritual, pela fé. Dessa maneira, Jesus Cristo permanece sentado à direita de Deus, seu Pai, no céu, mas se comunica a nós pela fé. Nessa ceia festiva e espiritual, Cristo nos faz participar de si mesmo com todas as suas riquezas e dons, e nos deixa usufruir tanto de si mesmo como dos méritos de seu sofrimento e morte. Ele alimenta, fortalece e consola nossa pobre alma desolada pelo comer de seu corpo, reanimando-a e renovando-a pelo beber de seu sangue. Depois, embora os sacramentos estejam unidos com a realidade da qual são um sinal, nem todos recebem ambos. O ímpio recebe, sim, o sacramento, para sua condenação, mas não a verdade do sacramento, como Judas e Simão, o Mago: ambos receberam o sacramento, mas não a Cristo, que por este é figurado. Porque somente os crentes participam dele.

Finalmente, recebemos na congregação do povo de Deus esse santo sacramento com humildade e reverência. Assim, comemoramos juntos, com ações de graça, a morte de Cristo, nosso Salvador, e fazemos confissão de nossa fé e da religião cristã. Por isso, ninguém deve participar da ceia antes de ter examinado a si mesmo da maneira certa, para, enquanto comer e beber, não comer e beber juízo para si. Em resumo, somos movidos, pelo uso desse santo sacramento, a um ardente amor para com Deus e nosso próximo.

ARTIGO 37 - OS MAGISTRADOS

Cremos que nosso bom Deus, por causa da perversidade do gênero humano, constituiu reis, governos e autoridades. Ele quer que o mundo seja governado por leis e códigos, para que a indisciplina dos homens seja contida e tudo ocorra entre eles em boa ordem. Para esse fim, ele forneceu às autoridades a espada para castigar os maus e proteger os bons. Seu ofício não é apenas cuidar da ordem pública e zelar por ela, mas também proteger o santo ministério da igreja, e, portanto, remover e impedir toda idolatria e falso culto, a fim de destruir o reino do anticristo e promover o reino de Cristo. Eles devem, portanto, aceitar a pregação da Palavra do Evangelho em todo lugar, para que Deus seja honrado e servido por todos, como ele ordena em sua Palavra.

Depois, cada um, em qualquer posição que esteja, tem a obrigação de se submeter às autoridades, pagar impostos, render-lhes honra e respeito, obedecer-lhes em tudo o que não contraria a Palavra de Deus, e orar em favor delas para que Deus as guie em todos os seus caminhos, “para que vivamos vida tranquila e mansa, com toda piedade e respeito”.

Nesse assunto, rejeitamos os anabatistas e outros revolucionários e, em geral, todos os que se opõem às autoridades e aos magistrados, e querem derrubar a ordem judicial, introduzindo a comunhão de bens, e que abalam os bons costumes que Deus estabeleceu entre as pessoas.

ARTIGO 38 - O JUÍZO FINAL

Finalmente, cremos conforme a palavra de Deus que, quando chegar o momento determinado pelo Senhor — o qual todas as criaturas desconhecem —, e o número dos eleitos estiver completo, nosso Senhor Jesus Cristo virá do céu, corporal e visivelmente, assim como subiu ao céu, com grande glória e majestade. Ele se manifestará Juiz sobre vivos e mortos, enquanto porá em fogo e chamas esse velho mundo, a fim de purificá-lo. Naquele momento, comparecerão perante esse grande Juiz, pessoalmente, todas as pessoas que viveram neste mundo: homens, mulheres e crianças, citados pela voz do arcanjo e pelo som da trombeta divina. Porque todos os mortos ressuscitarão da terra e as almas serão reunidas aos seus próprios corpos em que viveram. E, a respeito daqueles que ainda estiverem vivos, eles não morrerão como os outros, mas serão transformados num só momento. De corruptíveis, eles se tornarão incorruptíveis.

Então, os livros serão abertos e os mortos serão julgados, segundo o que tiverem feito neste mundo, seja o bem ou o mal. Sim, “de toda palavra frívola que proferirem os homens, dela darão conta”, mesmo que o mundo a considere apenas brincadeira e passatempo. Assim, será trazido à luz diante de todos o que os homens praticaram às escondidas, inclusive sua hipocrisia.

Portanto, pensar nesse juízo é algo realmente horrível e pavoroso para os homens maus e ímpios, porém muito desejável e consolador para os justos e eleitos. A salvação destes será totalmente completada e eles receberão os frutos de seu penoso labor. Sua inocência será reconhecida por todos e eles presenciarão a vingança terrível de Deus contra os ímpios, que os tiranizaram, oprimiram e atormentaram neste mundo. Os ímpios serão levados a reconhecer sua culpa pelo testemunho da própria consciência. Eles se tornarão imortais, mas somente para ser atormentados no “fogo eterno, preparado para o diabo e seus anjos”. Os crentes e eleitos, porém, serão coroados com glória e honra. O Filho de Deus confessará seus nomes diante de Deus, seu Pai, e seus anjos eleitos, e Deus “lhes enxugará dos olhos toda lágrima”.

Assim, ficará manifesto que a causa deles, que agora por muitos juízes e autoridades está sendo condenada como herética e ímpia, é a causa do Filho de Deus. E, como recompensa gratuita, o Senhor os fará possuir a glória que jamais poderia surgir no coração de um homem. Por isso, esperamos esse grande dia com grande anseio, com vistas a usufruir plenamente as promessas de Deus em Jesus Cristo, nosso Senhor. Amém. Vem, Senhor Jesus! (Ap 22.20).

creemos en las doctrinas de la gracia

depravación
total

SEPA MAS

elección
incondicional

SEPA MAS

expiación
limitado

gracia
irresistible

perserverancia
dos santos

Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; a los que llamó, a éstos también justificó; a los que justificó, también los glorificó. Romanos 8:29,30